
El tiempo que llevaban sin verse no había causado la menor mella en todo aquello que los unía.
Ella seguía riéndose de la forma que a él le gustaba, seguía usando las palabras como él las entendía, y en sus ojos él seguía viendo aquel brillo vital que lo contagio de amor años atrás. El había llegado con su olor a mar y brisa, con la misma dulzura inagotable y con la misma ilusión de antes. Tomaron café, comieron pastel, pidieron helado, necesitaron agua, más café. Y todo seguía siendo como un milagro, porque entre tantas formas que puede tener el amor esta parecía estar por encima de todas y de todo; de la distancia, de lo imposible, de lo mundano. El tiempo los excluyo de su carrera, les regalo esa tarde el privilegio de la eternidad, pero en un parpadeo el cielo ennegrecido rompió el hechizo trayendo de vuelta el conteo sordo de las horas y, con ellas también todas las angustias.
Él pensó interrumpir uno de los dos silencios tímidos que acontecieron, con la pregunta más obvia, pero pronto comprendió que no sería necesario. Su terquedad le había impedido ver la oquedad que causaba en ella un contacto permanente.
No tenían más que eso: el amor más grande del mundo.
Llovió